SÁNCHEZ RUIZ, Andrea es Teóloga entre otras muchas cosas… Está casada y tiene tres hijos jóvenes. Pero lo que define a esta mujer es una opción de vida que asume en cada gesto. Andrea Sánchez Ruiz es miembro de la Institución Teresiana, una asociación privada de fieles.
Cada vez suena con más fuerza y en distintos ámbitos la insatisfacción acerca de la escasa presencia de mujeres en ámbitos de la Iglesia. Hasta el Papa ha denunciado de maneras suavizadas el machismo en la esta institución que es una de las pocas en occidente que mantiene una estructura de gobierno en la que es nula la presencia de mujeres.
A muchos les da la impresión de que cuando se plantea este tema hay un pecado de las mujeres de buscar poder, pero no se dan cuenta de todos los aspectos que se empobrecen cuando se restringen las miradas a un solo sexo. Además que hay revisar qué se entiende por poder para neutralizar estos resquemores sobre la cuestión.
La «rebelión eclesial femenina» se extiende. Unas veces de manera silenciosa. Y otras, con abierta y clara confrontación. «Es posible», dice Xabier Pikaza, «que ya se esté dando la gran rebelión y no nos demos cuenta. Hay un tipo de Iglesia que puede quedar vacía (seca), mientras están surgiendo ya formas de vida que responden mejor al Evangelio. El proceso resulta, a mi juicio, imparable». Y el prestigioso teólogo vasco cita un ejemplo concreto: «Pienso que en esa línea es importante el movimiento de religiosas de los Estados Unidos».
Las monjas de Estados Unidos llevan años en el ojo del huracán de la Curia vaticana. Pero resisten. El pasado mes de agosto celebraron su convención anual. Se reunieron en San Luis unas 1.000 religiosas en representación de las 87.000 compañeras que hay en EEUU. Y allí pidieron «una Iglesia más sana, comprometida, encarnada y samaritana».
No discuten dogmas ni principios básicos doctrinales. Sólo piden que el gobierno de la Iglesia sea, como ya exigió el Concilio, más corresponsable; piden «una Iglesia que no discrimine a la mujer y que, por lo tanto, le permita el acceso al sacerdocio».
Piden que la Iglesia, en el campo de la moral sexual, reconozca en teoría lo que el pueblo de Dios viene haciendo en la práctica desde hace muchos años: el control de la natalidad, por ejemplo.
No cuestionan dogmas, luchan por «una Iglesia sin poder ni privilegios, al servicio de los más pobres, esperanza de los desvalidos, con entrañas de misericordia. Una Iglesia libre, que viva, luche y sufra con el pueblo».
Y para defender su visión eclesial (la aprobada por la Iglesia en el Vaticano II), las monjas estadounidenses ofrecen vida entregada, pasión por el Evangelio, misericordia y diálogo serio, profundo y honesto con la jerarquía. No son exaltadas. Ni radicales. Son monjas que aman a Dios y a la Iglesia. Y luchan para que su forma de ser Iglesia tenga carta de naturaleza en la institución.
Y lo reivindican: «En la vida civil, la mujeres lucharon y, al fin, consiguieron sus derechos, hoy reconocidos. ¡Qué pena que en la Iglesia de Jesús todavía no se nos reconozcan! Nuestra discriminación hace tanto daño… Algún día, no muy lejano, los jerarcas de nuestra Iglesia tendrán que pedir perdón por ello».
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