Aclaró 566- EL POBRE SACRAMENTO DE DIOS

“Nosotros no hemos recibido el espíritu de este mundo sino el Espíritu de Dios, para que conozcamos las cosas que Dios nos ha dado” (1Co 2,12)
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El mensaje de Jesucristo es algo vivo y eficaz, corta más que una espada de dos filos (Hb 4,12). El creyente que se abre a su acción va viendo cómo lentamente penetra en su espíritu y va cambiando la perspectiva desde la que mira la realidad cotidiana. Algunas ideas que estuvieron firmemente arraigadas en un momento se van cayendo como ramas secas por su poco sustento evangélico. Mientras que otras, que en algún momento sólo fueron pensamientos piadosos van ganando terreno en el corazón y empiezan a generar vida de un modo nuevo. En determinado momento, más tarde o más temprano, quien sigue a Cristo descubre que la gracia abrió una hendidura en el caparazón de individualismo e indiferencia en que nos refugiamos y al asomarse realiza un descubrimiento revelador: el pobre. El pobre existe. El pobre sufre. El pobre es mi hermano.
Desde ese momento la fe en Cristo, un Dios que se hizo pobre, toma un nuevo color y se va haciendo lugar en nuevos espacios del espíritu del creyente. Como enseña la Iglesia, el corazón de Dios tiene un lugar de privilegio para los pobres (EG 197). De aquí se desprende por simple lógica que si son los preferidos de Cristo deben ser los preferidos de los cristianos. Para ello se impone una opción, algunas cosas habrá que desplazar o abandonar. Es imposible poner en el centro lo que el mundo desprecia sin cambiar toda una cosmovisión. No se trata de una opción “optativa”, como no lo es la opción por Cristo para el cristiano. Se trata de amar según el Espíritu de Dios.
El mundo de los pobres puede verse desde muchas perspectivas. Desde la Iglesia siempre los vemos desde Cristo. Sino es falsear la cosa. Un Cristo que “se hizo pobre” (2Co 8,9) y que les otorgó a ellos su “primera misericordia” (Juan Pablo II). Debemos acercarnos a sus dolores al modo del Buen Samaritano, que se conmovió frente al sufrimiento del que estaba tirado al borde del camino, se arriesgó bajándose del caballo y curó sus heridas. En el rostro doliente de los pobres está Cristo (“tuve hambre y me diste de comer…”) llamándonos a ponerle el hombro a su cruz. “Si realmente queremos encontrar a Cristo, es necesario que toquemos su cuerpo en el cuerpo llagado de los pobres” (Francisco, I Jornada mundial de los pobres)
Pero la opción por los pobres no queda sólo en eso. No se trata solamente de que sean objeto de una misericordia preferencial de nuestra parte. La Palabra de Dios nos lleva más lejos. El lugar de los pobres en el plan de salvación es un misterio de fe al que debemos acercarnos descalzos. El Papa Francisco nos llama a “reconocer la riqueza salvífica de sus vidas” (EG 198) y para hacerlo debemos desprendernos de valoraciones meramente humanas. Es contra razón pensar que la pobreza, la impotencia, es eficaz, es redentora. Humanamente no se puede ver, sólo la gracia de Dios nos puede hacer verlo. Cuando Cristo se hizo pobre tuvo esa cosa misteriosa, que excede la razón, de unirlo al pobre con Él y asociarlo a su salvación. Les dio a sus vidas una eficacia redentora.
Dios desde la sobreabundancia de su amor quiere salvar al hombre del poder del pecado y de la muerte. Lo hace por Jesucristo, que carga sobre sí todas las dolencias del mundo para darles un sentido nuevo. Cristo con su Pasión sana y lleva al Reino. Según la enseñanza paulina, puede pensarse que el Cristo que sufre la Pasión no es Él solo. San Agustín habla del “Cristo total”, Cristo cabeza unido a sus miembros, como sujeto de la Pasión. Es decir, que la redención se hace por la Pasión de Cristo y por la pasión de todos los miembros de Cristo que completan su Pasión (Col 1,24). Todos los sufrientes, en general, completan la Pasión de Cristo, pero sobre todo y fundamentalmente los pobres (“tuve hambre y me diste de comer…”).
Esto le da a la vida de los pobres una nueva dimensión que excede su condición de objetos de nuestra misericordia. Ellos -aun sin saberlo- son sujetos, actores, protagonistas de la redención. Por ellos Dios está derramando su salvación entre nosotros. Al igual que a Cristo se les pueden aplicar las palabras con que Isaías describe al Siervo de Yahvé: “causa de horror, desfigurados, sin que su apariencia sea más la de un ser humano… despreciados, desechados por los hombres, abrumados de dolores y habituados al sufrimiento, seres ante los cuales se aparta el rostro, tenidos por nada… detenidos y juzgados injustamente sin que nadie se preocupe de su suerte” (Is 52-53). Esto no es exagerado y se da todos los días ante nuestros ojos. Ante esto no hay que escandalizarse como se escandalizaron los apóstoles ante la Pasión de Cristo. Así como Cristo en su cruz cargó nuestros sufrimientos, estos otros cristos cargan nuestros dolores en sus vidas cruciformes. Del Redentor se dijo: “por sus llagas hemos sido sanados” (Is 53,5). Su redención continúa y hoy -misteriosamente- nos sanan las llagas de ese hombre sucio, miserable, hambreado, que pasa sus inviernos en nuestras veredas sin más abrigo que una caja de vino y una frazada rotosa.
La Iglesia es sacramento universal de salvación (LG 48). Por ella Dios ofrece su salvación a todos. Ella es en cierta medida una Iglesia de “sabios y prudentes”, de los que saben y pueden, de los que son. Pero también tiene otra parte, que según la Escritura es más de Dios, que son los murientes, los despreciados, los que no son. Una Iglesia que es como la muerte en manos de Dios: principio de nueva vida. Amar según el Espíritu de Dios nos impulsa a poner esa parte “en el centro del camino de la Iglesia” (EG 198).
P. Quique Bianchi

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