Sandra Arenas es Doctora en Teología. Obtuvo el bachillerato (BA-STB) y el Magíster (MA-STL) en Teología en la Facultad de Teología de la Pontificia Universidad Católica de Chile. Obtuvo el Doctorado en Teología (Ph. D.- STD) en la Facultad de Teología y Estudios Religiosos de la Universidad Católica de Lovaina-Bélgica (KU Leuven) en 2013. Actualmente es profesora en la Facultad de Teología de la Pontificia Universidad Católica de Chile. Sus áreas de especialidad son: Historia del Concilio Vaticano II, Eclesiología y Ecumenismo. Contacto: searenas@uc.cl.
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LA DESCONFIANZA COMO FENÓMENO
Ante este debilitamiento generalizado de la confianza institucional, surgen algunas preguntas: ¿En qué se sostenían dichas confianzas, ahora menos robustas? ¿Cuándo comenzó su decadencia? ¿Qué la ha causado? Y, en otro plano: ¿Es posible identificar un proceso de maduración democrática y cívica (en lo social y en lo eclesial) en este fenómeno? Creemos que sí.
Es hipotéticamente sostenible que la confianza se derrumba porque estaba mal apoyada. Se confiaba ciegamente en las autoridades, como una consecuencia propia de la cultura en que vivíamos. Ciertas instituciones no eran públicamente desafiadas (Iglesia, Estado, elites, empresas, etc.). ¿Quién pedía explicaciones a un profesor o solicitaba la renuncia de un obispo o emplazaba públicamente a una autoridad que no daba razón suficiente de sus actos? La ciudadanía ya no está dispuesta a otorgar una confianza ciega en la cual los abusos que se cometen contra ella se toleren impunemente. Tal vez estamos frente a un despertar de la conciencia crítica que no quiere hacer vista gorda a la injusticia y a la desigualdad. Si esto es así, debemos darle la bienvenida a esta nueva actitud.
Muchos cambios técnicos provocan una hiperdisponibilidad de información. Las redes sociales permiten que ella circule a partir de fuentes testimoniales y no solamente desde la oficialidad o el discurso preparado. Al menos simbólicamente, se ha producido un equilibrio en los roles de vigilancia: el poder que observaba ahora es observado, por lo que la verdad de las cosas no se establece únicamente por parte de la autoridad sino que se posiciona por las garantías que se puedan dar de ella según la observación atenta (aunque no siempre responsable) de testigos, espectadores y usuarios de las redes.
Por último, pensamos que nuestra sociedad se ha hecho más compleja, opaca e inaferrable. Nuestro mundo es más líquido o más enigmático, y nuestras vidas en él menos predecibles. A esto último hay que agregar la precarización de nuestros derechos (al agua, a la vivienda, al trabajo éticamente remunerado, a un ambiente no contaminado, a la igualdad frente a la ley… y un indignante largo etcétera). En efecto, es corriente oír decir que cualquier institución (como la banca, las AFP, las isapres, el Estado, las empresas de servicios básicos, o las iglesias, entre otras) puede abusar de nosotros con un alto grado de impunidad. Poco a poco, la población se convence de que “siempre hay una letra chica” que permitirá a unos enriquecerse o beneficiarse a costa del trabajo o la ingenuidad de otros.
A pesar de lo dicho, salir de una crisis de confianza implica más y mejor información, más transparencia y mayor corresponsabilidad democrática. Al mismo tiempo, mejores habilidades de intercambio comunicacional.
La complicidad o concomitancia de ciertos sectores de la Iglesia en esta pérdida de confianza coloca en serio riesgo la misión de anunciar la buena noticia de un Dios de misericordia y justicia.
Es difícil establecer las causas de este debilitamiento en la confianza, pero sostenemos que entre ellas se cuenta la indolencia, por parte de algunos de sus miembros, frente al dolor de las víctimas de abuso. Ella no aparece dispuesta a padecer el dolor con otros y se la percibe más preocupada de sostener su honra pública y de preservar su poder de influencia que de detener situaciones gravísimas de abuso contra sus propios fieles. Además, es evidente que hay una percepción de desproporcionalidad entre la gravedad de los abusos constatados y la pena cumplida por los perpetradores. Esto es evidente en el caso de Fernando Karadima, pues pese a lo extendida y robusta que era la organización que lo sostenía en la posición desde la cual abusaba, da la impresión de que el castigo no es tal ni busca con eficiencia la transformación de su conciencia ni la de sus seguidores. Finalmente, queda casi totalmente pendiente el desarrollo de una actitud reparativa de las víctimas expresada en hechos y apoyos reales reconocidos por ellas.
La confianza afecta el tejido de la sociedad. Para la Iglesia, esto es grave porque ella apela a la comunidad como una instancia fundamental de sentido de la vida y de la salvación. Esta crisis llama a que los cristianos nos sumemos al impulso de una reforma eclesial profunda. Esa reforma debe comenzar por una vuelta al Evangelio de Jesús para descubrir en él las llamadas que desde los signos de los tiempos el Espíritu nos hace (Francisco, Evangelii Gaudium, 24). Creemos que podemos estar frente a uno de ellos.
Cuando la madre de Santiago y Juan pide a Jesús los primeros puestos de poder para sus hijos, Jesús lanza un programa para la comunidad: “Saben que entre los paganos los gobernantes tienen sometidos a sus súbditos y los poderosos imponen su autoridad. No será así entre ustedes; más bien, quien entre ustedes quiera llegar a ser grande que se haga su servidor; y quien quiera ser el primero, que se haga su esclavo” (Mt 20, 25-27). Podemos traducir esta actitud en valores como cooperación, servicio y renuncia a los privilegios que sostienen la desigualdad. Si la Iglesia se sitúa junto a las instituciones y autoridades que capturan el poder para su propio interés, pierde toda credibilidad para anunciar un evangelio de los pobres y perseguidos. Pareciera que en la Iglesia experimentamos la tercera tentación: “Se llevó a Jesús el Diablo a una montaña altísima y le mostró todos los reinos del mundo en su esplendor, y le dijo: todo esto te lo daré, si postrado me rindes homenaje” (Mt 4, 8-9). Desde aquí, nuestra carta de navegación son las Bienaventuranzas.
En este caso concreto, creemos que una reforma debe engancharse en lo local, por una revisión profunda de nuestras estructuras y costumbres poco evangélicas. En esta crisis hay, por un lado, un reclamo por un estilo de vinculación más cercano, fraterno y respetuoso. La fraternidad no significa expulsión del conflicto, sino asumirlo en condiciones de igualdad, poder dialogar teniendo como base la libertad de expresión y el reconocimiento mutuo. Construir fraternidad eclesial significa partir de una base común, el amor de quienes dan y propician la vida, pero al igual que entre los hermanos, la fraternidad no se reduce a ese terreno común. Es necesario atravesar los conflictos y saber lidiar con ellos en justicia.
Por otro lado, la crisis constituye un llamado a una organización eclesial más horizontal. Las desigualdades sociales han colonizado prácticamente todas las relaciones sociales, incluidos los espacios eclesiales. No es infrecuente ver que muchas injusticias se sustentan, lamentablemente, gracias a estrechas relaciones de amistad y parentesco. Una verdadera opción por los pobres supone poner al centro de las relaciones de las comunidades cristianas una práctica de la reciprocidad abierta a otros, socialmente deshomogeneizante. Esta reciprocidad debiera favorecer la desconcentración del poder y la riqueza, en lugar de concentrarlos y protegerlos.
En tiempos pasados, la confianza en la Iglesia estaba dada por la cultura de cristiandad. Hoy, tenemos que aprender a construirla con otros, como todos. Antes, la Iglesia podía proporcionar esa base común para la confianza social, hoy no; nosotros mismos debemos aprender cómo se lleva a cabo esa labor.
A modo de conclusión. Bebiendo del pozo del Evangelio de Jesús, como el beato Óscar Romero y como el siervo de Dios Esteban Gumucio, la Iglesia de comunidades, en la cual todos gozamos de la misma e igual dignidad por Cristo (Lumen Gentium, 18), sintoniza con el Espíritu de Jesús y la lleva a descubrir el sentido de una vida coherente con la renuncia al ejercicio abusivo del poder.