Hoy en el día de los fieles difuntos les comparto una experiencia que me recordó el tema de la muerte.
Había llegado el día tan largamente soñado por mí de hacer mi bautismo de buceo. Tenía desde hace años ese deseo de bajar a las profundidades del mar y contemplar por mí misma lo que tantas veces veía por la tele. Me fascina el mundo submarino. Había pasado todas las pruebas con comodidad, no esperaba tener inconvenientes…. Sin embargo cuando comencé el descenso me embargó un terror inesperado. La negrura del entorno era tal, que perdí registro de toda orientación espacial, no sabía siquiera donde estaba el fondo y dónde la superficie. Perdí todo contacto visual hasta con mi propia mano, ante mí solo había oscuridad de una densidad tal que me produjo terror.
Supe de la vivencia que dice “Silencio ensordecedor”. Verdaderamente hay un silencio que bloquea todo, solo queda el sonido de la respiración propia. Soledad absoluta, pensé. Así debe ser la muerte. La respiración agitada me dio indicios de que estaba angustiada: decidí subir apretando el inflador de mi traje y totalmente entregada a la ley física que aseguraba iba en la dirección correcta. O sea hacia arriba. Porque en lo que de mi dependía no tenía idea de donde estaba. Ya en la superficie hable con el instructor y me explicó que si atravesaba la barrera de la oscuridad abajo iba a tener más visibilidad. Me animé nuevamente.
Tuve que creerle. Creer que el estaba cerca aunque no lo veía en absoluto, creer que volvería a ver, creer que el abismo tenía un fin, creer en lo que me decían. Fue por lejos la experiencia más aterradora que viví en mi vida en la que varias veces vi de cerca el peligro de muerte.
Al llegar al fondo mis ojos comenzaron a ver un resplandor. Paradójicamente abajo había luz. La arena y la roca capturaban la luz solar y la reflejaban. Estaba en un colchón de luminosidad. La vida submarina se desplegó como un abanico de hermosuras. El silencio se tornó música en la danza de las algas, peces y cardúmenes y sentí que había pasado a un paraíso escondido.
Luego, en la lancha que me llevaba a tierra, mirando el fondo del mar del que somos hijos, pensé que algo similar a lo vivido era la muerte. Una puerta tan oscura, muda y solitaria, de tan absoluta soledad como nunca hemos tenido experiencia. A merced de fuerzas desconocidas el mar nos traga como la muerte, nos hunde en un abismo que imaginamos no tiene fin. Pero lo tiene. La fe nos anima a encontrar la luz en el fondo. La confianza en los que amamos nos sostiene en el valor de cruzar esa puerta. La luz viene del cielo pero se refleja en el fondo de nuestra alma si nos animamos a morir al miedo, llegar a ese suelo donde la vida desconoce el ruido de los pensamientos y de los cálculos para desplegar la belleza de la que nos hablan los santos.