El cambio se produjo en los apóstoles -“que antes estaban temerosos, atrincherados a puertas cerradas, incluso después de la resurrección del Maestro”-, luego de descender sobre ellos el Espíritu: “se vuelven valientes y, partiendo hacia Jerusalén, se lanzan hacia los confines del mundo”.
“El Espíritu desbloquea las almas selladas por el miedo. Vence las resistencias. A quien se contenta con medias tintas, le plantea el arrebato de la entrega. Ensancha los corazones encogidos. Empuja al servicio, cuando éste tiende a asentarse en la comodidad. Hace caminar a quien siente que ya había llegado. Hace soñar a quien se apega a la tibieza. Es éste el cambio del corazón. Son muchos los que prometen estaciones de cambio, nuevos inicios, renovaciones portentosas, pero la experiencia nos enseña que no existe pretensión terrena de cambiar las cosas que satisfaga plenamente el corazón del hombre.
El cambio del Espíritu es distinto: no revoluciona la vida alrededor nuestro, pero cambia nuestro corazón; no nos libera de los problemas de golpe, pero nos libera por dentro, para afrontarlos; no nos da todo enseguida, pero nos hace caminar confiados, y hace que nunca nos cansemos de la vida.
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