XABIER PIKAZA: Así en la tierra como en el infierno. Del hambre a la cárcel. 14° Congreso Mundial de la ICCPPC: Descubrir a Cristo Crucificado en la actualidad

Del 7 al 10 se celebra en la Ciudad de Panamá el 14 Congreso Mundial de la ICCPPC (International Commission of Catholic Prison Pastoral Care /Comisión International de Pastoral Penitenciaria Católica).
La ICCPPC nació en un Congreso internacional convocado en Roma por Mons. Montini, futuro Pablo VI, el Año Santo 1950, para intensificar el cuidado y pastoral católica en las cárceles. Para llevar a cabo su finalidad se creó una Comisión jurídico-social, en forma de asociación civil, de acuerdo con la ley suiza. Estatutos fueron concordados por un Congreso constituyente en Londres en septiembre de 1974. Los últimos congresos de esta Comisión se han celebrado en Méjico (1999), Dublin (2003); Roma (2007), Camerún (2011).
Este Congreso, que es ya el 14, se celebra en Panamá gracias a la cooperación y el apoyo del CELAM y a la hospitalidad de la Conferencia Episcopal de Panamá.
TEMA: «Eres tú el Cristo?»Descubrir a Cristo Crucificado en la actualidad

PONENTES
El Dr. Jorge García Cuerva (Argentina)
El Dr. Xabier Pikaza (España)
Dr. Theo de Wit (Países Bajos)
FINALIDAD BÁSICA : impulsar y organizar en todos los países la Capellanía Penitenciaria y la acción de los católicos en las cárceles. Por lo tanto, ICCPPC invita a todos sus miembros a venir y trabajar juntos para que esto sea posible. Podemos aprender unos de otros cómo mejorar la Capellanía de la cárcel!
Quiero publicar también en este blog mi ponencia básica, de tipo bíblica, y lo haré a lo largo de tres días. Buena semana a todos.
VER A CRISTO EN LOS ENCARCELADOS
La Iglesia de los siglos IV-VI desarrolló una práctica «penitencial» que no puede aplicarse sin más en la actualdad (pues la sociedad ya no es cristiana), pero que ofrece un punto de referencia valioso. No había por entonces un sistema carcelario, ni un Estado que pudiera «rehabilitar» a los culpables; pero la Iglesia actuaba como institución jurídica al servicio de la transformación (conversión) de los culpables:
1. El punto de partida era el perdón previo de la comunidad, que se comprometía a ayudar y acoger a los “delincuentes” (ladrones, homicidas, adúlteros confesos…). Ese perdón, ofrecido al principio (por amor de Dios), era el factor desencadenante de transformación para los creyentes.
2. El penitente asumía su culpa y se comprometía a cambiar, con la ayuda de la comunidad. El tiempo penitencial (de apartamiento externo de la sociedad, pero sin cárcel) no era, por tanto, un castigo, sino la expresión del poder transformante de la gracia.
3. El proceso penitencial implicaba un gesto y compromiso de la comunidad. No era un esfuerzo solitario del perdonado, sino un camino de toda la Iglesia, que no aparecía así como cárcel, sino como lugar de nuevo nacimiento.
La Iglesia no puede repetir hoy sin más lo que hacía en el siglo IV-VI d. C, pero, pero sin un intenso compromiso a favor de los encarcelados ella pierde su raíz cristiana, tal como ha sido formulada por Mt 25, 31-46, texto que quiero presentar y comentar como principio de todo apostolado cristiano .
Hoy pongo de relieve los seis escalones de infierno que empiezan por el hambre y terminan en la cárcel.
Sobre el infierno han escrito en línea distintas muchos maestros musulmanes, y otros católicos como Dante. Pero la descripción más profunda y concreta la ofrece Mt 25, 31-14, invirtiendo el programa del Padrenuestro: Es decir, presentando un camino de descenso y muerte, que va del hambre a la cárcel.
Frente al Padrenuestro (hacer de la tierra un cielo…), Mt 25, 31-46 presenta un programa que hace de la tierra un infierno anticipado. Así en la tierra como en cielo. Aquí se dice más bien así en la tierra como en el infierno. El camino que culmina en la cárcel constituye la realización humana de infierno.
Sobre el infierno del más allá se pueden tener serias dudas, como indicaré en una próxima postal. De lo que no puede dudarse es el infierno que estamos creando en esta tierra,

— en un camino que empieza por el hambre,
— sigue por la sed (la destrucción de los recursos de la tierra),
— se expresa en el rechazo a los distintos (extranjeros)
— y en la negación de dignidad de los desnudos,
— para culminar en la enfermedad y en la cárcel.


Esta es la genealogía del infierno, que desarrollo a continuación, siguiendo los «seis escalones de las obras de injusticia y muerte de Mt 25, 31-46. Esas son las seis estaciones del tren del infierno, que empieza por el hambre (causada por la prepotencia de algunos, que ponen los bienes de la tierra a su servicio, y no al servicio y comida de todos.
Mt 25, 31-46 invierte los seis días de la creación de Dios: desde la luz a la vida del hombres (hombre y mujer) que se aman y respetan mutuamente. Frente al Dios creador surge aquí el hombre destructor, en un camino bien preciso que va del hambre culpable a la cárcel.
Esa es la genealogía del infierno en la tierra que es la cárcel. No se puede evocar y resolver el tema de la cárcel, si no se empieza por el hombre; no se puede vencer el infierno (la cárcel) si no se pone el agua, las fuentes de la vida, al servicio de todos. Sólo se supera el infierno de la cárcel acogiendo extranjero y vistiendo (ofreciendo dignidad al desnudo…).

Entendida así la cárcel nos lleva al final de un camino que está marcado por la enfermedad y la violencia del infierno, que nosotros mismos vamos creando sobre el mundo, desde el hambre y ses, pasando por la expulsión de extranjeros y la opresión de los desnudos. Sobre ese fondo presento hoy el itinerario de la cárcel. Mañana o pasado hablaré Dios mediante de la relación entre la cárcel y el infierno. Lo que sigue es de mi ponencia en el congreso de Panmá.
1. Tuve hambre y me disteis de comer (Mt 25, 35)
En sentido extenso, el hambre es una necesidad material, y parece fácilmente remediable, pues la tierra ofrece mucho alimento, y el hombre actual sabe producir, de manera que hay comida suficiente para todos. Pero de hecho los hombres concretos no saben o no quieren compartir la comida (los bienes), de forma que unos tienen pan sobrante y otros mueren por falta de alimento. Por eso, aunque el hambre tiene varias raíces (escasez de recursos, desgracias, subdesarrollo de algunos colectivos…), en sentido más profundo, ella proviene de dos principales: el egoísmo de algunos y la injusticia del sistema social.
Ya en el II aC, Daniel 7 presentaba a los imperios como bestias que destruyen y matan…, comiendo la vida los pobres, y lo que era entonces cierto lo seguía siendo en tiempos de Mateo y sigue siéndolo en la actualidad, pues los sistemas económico/sociales actúan de hecho como bestias que triunfan (engordan, se imponen) sobre el sacrificio y muerte de los hambrientos. Ciertamente, la Biblia no contiene códigos legales para resolver técnicamente el tema, pero ha señalado los territorios del hambre, con una guía básica para superarla. En el principio del camino que lleva a la cárcel está el tema del hambre, que ha de plantearse desde tres perspectivas, sin contar con el tema de limitación de recursos, especialmente en zonas de carencia o de superpoblación.
Ciertamente, hay otros temas y cuestiones de fondo, pero es evidente que sin una transformación económica, si no se empieza replanteando y resolviendo el tema del hambre es imposible resolver el de la cárcel. En el principio de un camino de libertad, tal como lo ha propuesto Jesús, se encuentra el don y la exigencia (la experiencia concreta) de comer juntos, compartiendo panes y peces, a campo abierto, sin expulsiones ni exclusiones, como muestran los relatos de las multiplicaciones de Jesús (cf. Mc 6, 35-44; 8, 1-9 par).

Ciertamente, la Iglesia de Jesús no es una simple institución económica, sino un proyecto de transformación mesiánica, con un hondo mensaje de liberación personal, pero ella no puede cumplir su misión sin un fuerte compromiso social de justicia, a fin de que los hambrientos puedan comer de manera que el Mesías de Dios diga al final “tuve hambre y me disteis de comer”. Sólo creando condiciones en las que todos puedan comer (sólo compartiendo la comida con los pobres) se iniciará un camino de redención, que puede culminar en la superación de la cárcel .
2. Tuve sed y me disteis de beber (Mt 25,35).
El agua era (y sigue siendo) tan urgente y necesaria como el pan, pues en zonas y tiempos de sequía el mayor riesgo para el hombre es la falta de bebida, como así aparece indicarlo Mt 10, 42: “Aquel que os diere de beber un vaso de agua, no quedará sin recompensa”. Conforme, al conjunto de la Biblia, Dios ofrece el agua, para que los hombres la compartan, en un plano de conjunto, donde se vinculan el aspecto material y espiritual, físico y social .
Ciertamente, el agua tiene otros sentidos, pero la primera bendición de Dios, la más importante, se expresa en el agua que debemos dar a los pobres, compartiéndola con ellos, para así vivir en hermandad. Sólo partiendo del agua podemos hablar de otras obras de misericordia: Vestir al desnudo, acoger al extranjero… Lo más espiritual (Espíritu de Dios) se identifica con el don material del agua (bebida para los necesitados). Mientras todos los hombres y mujeres no tengan acceso al agua, en igualdad y justicia, no se puede hablar de fraternidad humana.
En ese contexto se debe recordar la falta de agua y de higiene de los inmensos suburbios de las grandes ciudades modernas, en América, en Asia, en África, sin servicios sociales, sin presencia del Estado, en un contexto de miseria general. Algunos de esos suburbios (favelas, barrios miseria…) se están convirtiendo en cárceles de vida indigna, sin higiene ni seguridad, sin programa educativo ni sanitario, sin otra perspectiva de futuro que un tipo de mendicidad, quizá de robo… Sin atención a este problema, sin compartir el agua, como primero de los bienes (es decir, sin una transformación real de las condiciones de vida de cientos de miles de hacinados de los suburbios del mundo, es decir, sin un programa y proyecto de comunidad integral y re-educación) no puede resolverse el tema final de la cárcel, que es el resultado de una vida hecha de enfrentamientos y de miserias sociales .
3. Fui extranjero y me acogisteis (Mt 25,35).
Acoger se dice en griego synagô, recibir, reunir en un grupo. De la misma raíz proviene la palabra sinagoga, reunión o comunidad, en sentido social. Pues bien, en ese contexto, Jesús pide que acojamos en nuestro grupo (asamblea) a los extraños (xenoi), en gesto de hospitalidad integral, es decir, humana, en el sentido espiritual y social. No se trata de recibir sólo a los demás (a los extranjeros) en una iglesia entendida sólo como espacio de oración ni tampoco de ofrecer unos servicios sociales desde un plano superior (desde fuera), sino de acoger en comunidad, compartiendo la propia vida con los marginados y extranjeros.

En esa línea, este pasaje de juicio supone que, de un modo individual o en grupo, los seguidores de Jesús han de hallarse dispuestos a recibir a los xenoi o extranjeros, los que han sido expulsados de (o no integrados) en la comunidad mayoritaria. Entendido así, Mt 25, 31-46 eleva una propuesta de grandes consecuencias para una iglesia, que no puede encerrarse como grupo/secta separada, para algunos “fieles propios”
(los miembros oficiales) sino que ha de abrirse a los de fuera, no para perder su identidad, para enraizarla y expandir, ofreciendo a los extranjeros un espacio de vida física y social, una casa, en el sentido radical de ese término.
No se trata pues sólo de no rechazar (de ser tolerantes, de respetar, no matar), sino de recibir a los xenoi o extranjeros en la comunión vital de los creyentes, en un tiempo como el de Jesús en el que los no integrados corrían el riesgo de la exclusión social y física (de la muerte), pues era muy difícil vivir sin grupo (patria), sin espacio de humanidad.
No se trata de extranjeros poderosos que han dejado su hogar antiguo para así triunfar (por armas o dinero), en lugares nuevos sino más bien de aquellos pobres que no son bien acogidos ni en su lugar de origen, ni en su lugar de destino (en caso de que tengan un destino, y no sean de hecho apátridas permanente). Entre ellos están hoy las grandes masas de emigrantes que vienen a países ricos, huyendo del hambre o la muerte, siendo con frecuencia rechazados. Por ellos dice Jesús: Soy extranjero y me (o no me) acogéis.
Es evidente que la iglesia no puede sustituir la responsabilidad política de la sociedad. Más aún, es posible que una emigración indiscriminada y una apertura indistinta a los extranjeros puede resultar poco eficaz, e incluso peligrosa, a no ser que venga acompañada por una transformación general del conjunto de los pueblos. Pero, desde un punto de vista cristiano (conforme a la palabra de Jesús “fui extranjero y no me acogisteis”) la solución no está en cerrar fronteras sino en abrir espacios de colaboración y acogida, poniendo tierra y bienes al servicio de todos los hombres, de manera que nadie tenga que salir por fuerza y todos puedan hacerlo, si quieren, pues el mundo es hogar de comunión universal.
La patria del cristiano es el diálogo y la acogida, abierta con y por Jesús a los más necesitados. Sobre un tipo de derechos estatales, por encima de las imposiciones de tipo nacional o militar, los cristianos creemos en la palabra, esto es, en la comunicación y en la acogida mutua. Significativamente, una parte considerable de los encarcelados de ciertos países más ricos (entre ellos España) provienen de otros países: Son emigrantes pobres, indocumentados, sin papeles…Por eso, el problema de las cárceles está internamente vinculado a la falta de acogida social.
Por otra parte, al lado de las cárceles oficiales se han elevado (se están elevando) otro tipo de lugares de encerramiento que son a veces más dañinos, más siniestros: Los campos de concentración, los campamentos de refugiados, los centros de internamiento de extranjeros (CIES)… De esa manera, junto a las cárceles oficiales (organizadas y dirigidas por Estados “legales”) se extienden y multiplican un tipo de cárceles clandestinas, quizá más peligrosas que las estatales.
Y junto a ellos (en su origen) están los grupos de expulsados, los que van de un lado y de otro, los que se arriesgan y a veces mueren en “pateras”, los que viven encerrados tras grandes muros de separación, los que son objeto de trata de “blancas” (o de negras), encarcelados de hecho en manos de mafias que se aprovechan de su necesidad.
Este problema de los extranjeros ofrece, sin duda, una propuesta abierta a todos, pero Mt 25 piensa de manera especial en los cristianos, que debían (deben) ofrecer a los extraños un espacio de vida, una casa, como sucedía al principio de la Iglesia. No puede hablarse en modo alguno de “visita” a los encarcelados si no se empieza acogiendo a los extranjeros, en un mundo donde todos pueden y deben ser acogidos en espacios de comunión fraterna.
4. Estaba desnudo y me vestisteis (Mt 25,36)
El libro del Éxodo ha puesto de relieve el valor sagrado de la vestidura de los pobres, que nadie puede usurpar a perpetuidad: “Si tomas en prenda el manto de tu prójimo, se lo devolverás a la puesta del sol, pues no tiene vestido para cubrir su cuerpo y para acostarse? Cuando clame a mí, yo le oiré; porque soy misericordioso (hanun)” (cf. Ex 22, 26; cf. Is 68, 7). En ese contexto, desnudez significa exclusión, de manera que los desnudos aparecen como pobres de los pobres, aquellos que no tienen dignidad reconocida, ni derecho, apareciendo sin embargo (¡por eso!) como signo supremo del reino de Dios .
Según eso, desnudo no es sólo (ni ante todo) quien no tiene ropa, sino aquel que está excluido, humillado, oprimido por otros, pues carece de la dignidad y lugar social que le ofrece el vestido. El desnudo es un extranjero en su propio país y en su tierra, aquel que no ha podido lograr que se reconozca su dignidad, o ha sido expulsado del orden social.
‒ Se trata, por tanto, de vestir en sentido externo. Por eso, quien tiene ropa sobrante (capa de rey, manto de sacerdote, túnica de labrador) y no viste al desnudo es un ladrón, merecedor del juicio (como supone Juan Bautista: Lc 3, 11).
‒ Pero se trata, sobre todo, de vestir en un sentido integral, creando espacios de dignidad, de cultura compartida, formas de vida en las que nadie sea en principio excluido, rechazado.
Desde ese fondo ha retomado Jesús la tradición de Israel sobre el vestido, como ratifica de un modo evangélico Sant 2, 13-15, al oponerse a la fe sin obras de aquellos que dicen confiar en Dios, pero desatienden al hambriento y desprecian (marginan) al desnudo (al que lleva un vestido miserable). Vestirse uno a sí mismo por ostentación es pecado. Vestir al desnudo por solidaridad y justicia es signo esencial (y realidad) de salvación.
En esa línea, desnudo no es aquel que no tiene ropa material, sino el que va “mal vestido”, en sentido físico y personal, el marginado, humillado y oprimido, hombre o mujer sin defensa, a merced de los otros, rebajado, rechazado, sin derecho (cf. Sant 2, 2-3). El extranjero carecía de protección social, no tenía sinagoga, y era por eso muy pobre. Pero más pobre es aún el desnudo, pues carece de protección personal y dignidad, pudiendo ser manipulado, en un plano sexual, laboral y social.
Desnudo es, según eso, el que no tiene derecho, ni dignidad, hallándose por tanto a merced de los demás. Especialmente desnudas en ese plano están las mujeres de la trata sexual, los niños y niñas robados y prostituidos, y en sentido más amplio todos aquellos que carecen de defensa o protección, corriendo siempre el riesgo de ser utilizados, destruidos, encarcelados. Estos desnudos son los más “seguros” candidatos a la cárcel, pues viven a la intemperie, sin cobertura social ni jurídica, personal ni económica, a merced de las propias necesidades y de la violencia del ambiente, apareciendo así como contrarios a los valores de la sociedad establecida.
Expresión y consecuencia de esa “desnudez” termina siendo en muchos casos el llamado “sistema penitenciario”, que procura encerrar a los desnudos, como si fueran culpables de su pobreza social, para mantener así un tipo de orden al servicio de los privilegiados del sistema Pues bien, quien no viste al desnudo es para la Biblia un ladrón, merecedor del juicio.
5. Estuve enfermo y vinisteis a mí (Mt 25, 36) y cuidasteis de mi (Mt 25, 32).
Puede mantenerse la traducción usual (y no me visitasteis…), pero, tomada en sentido estricto (limitado), ella resulta imprecisa y acaba siendo falsa, pues no se trata de “hacer visitas” ocasionales a los enfermos, como a parientes lejanos, sino de cuidarles de un modo eficaz. Ese es el sentido de la palabra aquí empleada (epikeptomai), que significa cuidar, “preocuparse por”, organizar las cosas para el bien de los enfermos, como supone el término hebreo que está al fondo (paqad) y el griego ya citado, del que deriva la palabra clave de la iglesia posterior: episcopos, obispo, el que anima y coordina la vida de la comunidad (siendo signo de la presencia de Dios en la Iglesia).
Pues bien, conforme a este pasaje, el hombre o mujer más importante en la Iglesia no es el “episcopos” (obispo) posterior sino el enfermo y necesitado a cuyo servicio ha de ponerse el mismo obispo que le visita y cuida; más aún, en esa línea, todos los cristianos son “obispos”, responsables unos de los otros. En ese fondo aparece con nitidez el “crescendo” de estas “obras de diaconía”, que nos llevan de lo que parece más externo (hambre/sed) a lo realmente humano (acoger al extranjero, vestir al desnudo…), para crear de esa manera una comunidad de atención y solicitud a favor de los demás, y en especial de los débiles/enfermos, una comunidad de acogida, cuidado y madurez, pues sin ella el hombre acaba siendo un oprimido, utilizado por los otros o condenado a la cárcel .
La iglesia de Mateo no es un simple hospital para morir, sino una casa para vivir en compañía, superando el miedo, la opresión y la violencia, como quiso Jesús, mesías de la salud. A Jesús no le importaba el origen social o personal de las dolencias (cosa que ha de verse en otro plano), pero sabía que toda enfermedad tiene un aspecto social (depende de la forma de relacionarnos con los otros), y otro que puede llamarse espiritual (pues puede no sólo destruir al ser humano, sino impulsarle a poner su vida al servicio de los otros), iniciando a partir de aquí un programa de visita y sanación de los enfermos, una medicina de presencia curadora . Pues bien, en este contexto se pueden distinguir de un modo inicial cuatro tipos de enfermedades:
‒ Hay enfermedades que derivan del hambre y sed. Ellas dominan en países del tercer mundo, y se extienden también en nuestra sociedad capitalista (en sus bolsas de pobreza). Hambre y enfermedad van unidas, como sabe el relato de los jinetes del Ap 6, 1-7. Por eso, la primera forma de visitar a los enfermos consiste en crear una cultura de salud, que empieza en el hogar o familia, que se expresa en los grupos sociales y que culmina en una “política” sanitaria al servicio de todos.
‒ Hay enfermedades más relacionada con el exilio y desnudez, con la violencia social, la falta de cariño y el desfondamiento personal, en línea psicológica. Muchos exilados y desnudos terminan enfermos, con dificultad de adaptación y malestar interior, sin ternura ni raíces, con propensión a la violencia. Pues bien, al situarse ante esos enfermos, el conjunto social pierde su humanidad si no les atiende, convirtiéndose en un campo de lucha de todos contra todos. Por eso visitar a los enfermos implica superar las condiciones de exilio en que muchos de ellos viven (malviven) y enferman, no solamente en el sentido de que pueden sufrir algunas enfermedades, sino de que son radicalmente enfermos.
‒ Hay enfermedades propias de la cultura del bienestar, ligadas al hastío de la vida y a la falta sentido. Ellas pueden hallarse vinculadas a problemas genéticos, pero casi siempre tienen un origen familiar y social. La “buena” y rica sociedad de occidente ha logrado altas cotas de bienestar sanitario, pero también ha visto aumentar sus dolencias, sobre todo psíquicas. Nuestra cultura ha resuelto grandes problemas, pero no ha logrado dar sentido (=salud) a las personas. Ha crecido el poder material, pero han aumentado también las bolsas de pobreza material, social, humana.
‒ Hay finalmente un tipo de enfermedad muy vinculado con la cárcel… He venido diciendo que muchos encarcelados vienen del hambre y de la sed, del exilio (extranjeros) y de la desnudez… Pues bien, al lado de (o juntamente con) ellos hay muchos encarcelados que vienen de la enfermedad, que son enfermos sociales y personales, de manera que las cárceles de algunos países de occidente se han convertido en un tipo sanatorios psiquiátricos, pero sin verdadera atención a los enfermos, sanatorios donde a los internos se les “calma” con pastillas, sin ofrecerles verdadera curación. Deberían ser sanatorios, pero se han convertido en un tipo de “moritorios”, máquinas para la muerte.
En esa línea, la cárcel ha venido a convertirse en una especia de “enfermería” del conjunto social. No es sólo la dolencia de unos individuos particulares, sino del conjunto social. Es la expresión de una inmensa patología económico-política y socio-cultural de la humanidad en su conjunto, y de los estados políticos en particular (pues son ellos los que gestionan las cárceles).
Lógicamente, para curar esa enfermedad es necesario empezar por el principio (dar de comer, acoger…) y terminar convirtiendo las cárceles que de hecho existen en un tipo de hospitales, donde se cumpla la palabra de Jesús: “Estuve enfermo y me visitasteis…”, en el sentido de acompañar y cuidar de.
Mt 25, 31-46 insiste según eso en un tipo de medicina de presencia, en la línea de las obras anteriores de misericordia, pues el gesto y tarea de ofrecer “sinagogê” (comunidad) a los extranjeros y vestido (dignidad) a los desnudos ha de culminar en un tipo de opción a favor de los enfermos. Sólo quien sabe acompañarles, quien les acoge/visita y les ofrece su ánimo en la vida puede ser testigo del Reino de Jesús, que vino a “liberar a los encarcelados” (Lc 4, 18-19), es decir, a crear un mundo en el que ya no sea necesario un tipo de cárcel como el nuestro.
6. Estuve en la cárcel y vinisteis a mi (25, 36) y cuidasteis de mi (Mt 25, 43).

En el contexto de Jesús y de la primera iglesia, en el mundo judío y el imperio romano, en tiempos de Mateo (hacia el 85 d.C.), los encarcelados solían ser personas que estaban en prisión por poco tiempo, en espera de juicio, por algún “delito” social o político, en espera de ser liberados o condenados a muerte. En ese contexto, el Evangelio de Mateo ha citado varios tipos de persecución en contra de los cristianos, por motivos de fe o compromiso religioso (desde Mt 5, 11-12 hasta 23, 34-36 y 24, 9-14). Pero nuestro pasaje (Mt 25, 31-46) no habla ya de cristianos encarcelados a causa de su fe, sino de un abanico más amplio de personas (cristianas o no) mantenidas en prisión, por diversas causas personales y sociales, institucionales e individuales.
En ese sentido resulta significativo el hecho de que Mt 25, 31-46 presente al final de su lista de necesidades humanas los encarcelados, tras los hambrientos-sedientos-extranjeros-desnudos-enfermos, como para indicar que en ellos se condensan y culminan todos los males de la sociedad, que son signo de la presencia de Dios sobre la tierra. Y sigue siendo significativo el hecho de que no les presente en modo alguno como culpables (pero tampoco como inocentes), sino simplemente como “detenidos”, es decir, como personas que está bajo custodia o confinamiento (en phylakê), sin añadir ningún tipo de reflexión moralista, judicial o social .
Pues bien, estos encarcelados, a quienes la sociedad encierra (expulsa) como peligrosos, culminando con ellos el camino que empieza con el hambre y sed y sigue con el exilio, desnudez y enfermedad, son para Jesús una especie de piedra angular de la comunidad mesiánica, en la línea del cimiento del reino que es el mismo Hijo de Dios que ha sido expulsado de la “viña” (de la buena sociedad) y condenado a muerte, pues no cabe en el edificio de la sociedad dominante (cf. 21, 43).
Sin duda, algunos encarcelados pueden representar un peligro para la vida de los demás (por perturbación psíquica o tendencias agresivas/homicidas insuperables) social, y no es sensato que queden sin más en libertad. Pero en conjunto, de hecho, la mayoría de los encarcelados actuales no van en contra de los valores humanos como tales, sino de este tipo de sociedad, de manera que resulta necesario un proceso de cambio social para superar la cárcel, sin olvidar, al mismo tiempo, la obra de presencia y ayuda a los encarcelados concretos.
Por eso, en este contexto, Jesús quiere ofrecer a los encarcelados una presencia humana de cuidado (¡como obra que se hace a Dios!), pidiendo a sus discípulos que se ocupen de ellos (estrictamente hablando, que les acojan y cuiden). La transformación de la sociedad resulta inseparable de la atención a los encarcelados reales.
En un sentido más personal, la opresión más fuerte del ser humano puede ser la enfermedad, vejez y muerte de cada uno, como han puesto de relieve Buda y el Budismo, al insistir en la transformación personal de cada uno, superando sus deseos que conducen al sufrimiento. Pero en un plano social, conforme a la dinámica de la Biblia hebrea y a la experiencia de Jesús, tal como ha sido condensada en Mt 25, 31-46, la necesidad y dolor más alto se expresa en los encarcelados (y en las víctimas que ellos mismos han podido producir, quizá matando, robando…).
Al situarse ante ellos, Jesús no defiende ni condena el posible pecado moral de esos encarcelados, ni instituye una dinámica de tipo judicial, para saber si son o no culpables (cf. Mt 7, 1), para que así respondan a la justicia del mundo, sino que asume su dolencia y pide a la comunidad que se ocupe de ellos, que les visite y cuide, en un gesto mesiánico de solidaridad salvadora.
En un nivel externo, ese gesto de ayuda a los encarcelados parece oponerse a la a la sentencia final de este pasaje. Por un lado, Jesús pide a sus seguidores que visiten/atiendan a los encarcelados (no que les condenen). Pues bien, desde ese presupuesto: ¿Cómo podrá decir, al fin, a los de la izquierda que vayan al fuego, esto es, a la cárcel “eterna” (25, 41.46), sin visitarles ni ayudarle, a los que no han ayudado/visitado a los encarcelados?

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