DOLORES ALEIXANDRE: La inquilina

“En el cielo ¿las bicicletas serán de oro?” Me lo preguntó un niño hace años (los niños del siglo pasado preguntaban ese tipo de cosas), y le contesté que por supuesto que sí, que tratándose del cielo cómo no iban a ser de oro.

Esta asociación de lo áureo con lo celeste es recurrente y por eso llamamos a María “Casa de oro” en las letanías del rosario. Sin embargo, al buscar en los evangelios la relación María/casa, muy frecuente por cierto, lo que se dice sobre ello tiene poco de áureo: María aparece más bien como una mujer con experiencia costosa de mudanzas, traslados y desplazamientos: deja su casa para ir a la de Isabel y luego a la de José; vive el rechazo de la posada de Belén y conoce, antes que su hijo, lo que significa no tener dónde reclinar la cabeza. Quizá recordó aquella noche las palabras del Salmo 84 que había rezado tantas veces: “¡Qué deseables son tus moradas, Señor de los ejércitos…”, preguntándose por qué no se cumplían sus promesas y la tórtola no encontraba nido donde colocar a su polluelo. Migrante después en Egipto y vecina de nuevo en Nazaret, experimentando demasiado pronto el vacío que deja en el hogar el hijo que se va. Realojada finalmente en casa de Juan después de la muerte de Jesús, experta ya en dejar atrás el cobijo de lo conocido para ser recibida bajo otro techo y adaptarse a otras costumbres. Orante junto a los discípulos y discípulas en la habitación de arriba de una casa en Jerusalén, mientras esperaban el huracán del Espíritu.
María Casa y Puerta del cielo, empujándonos a parecernos a ella en cuidar la casa común y abrirla, en reclamar derechos para los privados de asilo, en el empeño por construir una Iglesia más cálida, más parecida a ese “hospital de campaña” que desea Francisco para ofrecer refugio a los desplazados y excluidos por la pobreza, la violencia y la degradación ambiental.

Inquilina de nuestra tierra, sabedora de desamparos, intemperies y desarraigos, sigue caminando con nosotros.

 

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